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Vengan santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.
¿Quién dijo que creer en Dios es cosa de mujeres? – MartÃn Fierro cree en Dios, y hay que andar muchas leguas para encontrar otro varón de su estatura..
¿Será, entonces, creer cosa de ignorantes? ¿Y quién dijo que MartÃn Fierro es ignorante? Una cosa es que no tenga estudio y que en su rancho no haya biblioteca; pero otra muy distinta es que no tenga ciencia y que no habiten ideas bajo su chambergo. Además - como él mismo lo dirá a sus hijos - la verdadera ciencia no está en saber muchas cosas sino en saber las que valen la pena.
Y Fierro es más que sabio en estas cosas. No ha recorrido pampas en vano ni en vano lo han quemado soles; muchas cosas ha aprendido contemplando las estrellas en las noches tranquilas o galopando bajo el azote de vientos y de lluvias. Con la lentitud serena de la llovizna fina, Fierro ha sentido su corazón llenarse poco a poco con la presencia de un Dios que lo saluda desde las estrellas lejanas lo mismo que desde cada mata de pasto.
Fierro no cree en Dios por dulzona piedad feminoide, ni por obtusa ignorancia; Fierro cree porque ha sabido leer un mensaje infinito en el azul del cielo, en el verde de la pampa, en el misterio profundo del dolor y de la vida: una palabra honda, sencilla y ancha que se revela a los que como ella son de corazón ancho, sencillo y profundo. Que hay un Dios que todo lo llena con su presencia, que esta muy por encima de nosotros y a la vez muy adentro de nosotros, y que sin despegársenos nunca galopa junto a cada hombre a lo largo de su vida, en las buenas y en las malas, aunque no se lo atienda, aunque no se lo escuche, aunque se lo tenga olvidado, y hasta cuando de dolor o de rabia lo mandamos al...caracho!
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