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Argentina, 03 de Noviembre del 2015  

"EL LIBRO LEÍDO PARA UD."  
Del libro ENTRE LOS GAUCHOS de Hugo Blackhouse
Tiempo de lectura: | 1498 lecturas.
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Los cazadores de Cóndores

A principios de la primavera, cuando comienzan a aparecer los ternerillos nuevos, se requiere en ocasiones una vigilancia extremada para evitar que el índice de mortalidad en ellos sea desastroso; porque el cóndor, famélico y esquelético, desciende de las rocas peladas de la cumbre de los Andes a grandes distancias para cebarse en los terneros recién nacidos en aquellas herbosas colinas. Diré aquí algo de los cóndores, pues son pocos los hombres que han vivido entre ellos y conocen el daño que son capaces de ocasionar. La Sierra de Córdoba se extiende paralela a la de los Andes, y entre ambas Cordilleras esta la Sierra de San Luis, donde los pastos escasean. Por consiguiente, los cóndores, que tienen sus nidos en las altas cumbres Andinas, dejan sus montañas nativas periódicamente, sobre todo al comenzar la primavera (tal vez por no abundar allí el alimento), y cruzan por encima de la Sierra de San Luis hasta la de Córdoba, donde encuentran provisiones sobradas. Algunos anidan allí, en los puntos más elevados, a unos 2000 metros y pico, pero esto no es corriente.

Los perjuicios que causan son a veces catastroficos para el modesto serrano, que solo posee unas cuantas cabezas de ganado vacuno y lanar. Los terneros constituyen el bocado predilecto del cóndor, y, como explicare luego, la casualidad me ha permitido presenciar como se apodera de su víctima.

Cuando salía a caballo en busca de esas gigantescas aves de rapiña, tenía la costumbre de llevar mis binoculares, pues el cóndor es sumamente asustadizo y solo a duras penas es posible aproximarse a él sin ocultarse. Una mañana, iba yo cabalgando y divise, desde lo alto de un cerro, un cóndor que suspendía volando hacia un valle en donde pastaban algunas reces vacunas; como estaba muy lejos, no advirtió mi presencia; saque los anteojos, enfoque al rapas volador y observe lo que hacía.

Describiendo círculos en el aire, escogió un ternero solitario que pacía algo apartado del resto del hato, se caló en derechura sobre la cabeza del animal y le vació los ojos con sus garras; después revoloteo entorno a su presa.

El pobre ternero escapo aterrorizado, mugiendo de dolor y enseñando la lengua, como es habitual en estos animales cuando mugen. El cóndor se abatió de nuevo sobre su víctima, y en un instante le arranco la lengua, que es para ellos lo más gustoso de todo. 20 minutos después, cuando llegue al valle, enlace al mutilado animal y lo examine. Se hallaba en un estado lamentable, no tenía remedio, y hube de matarlo para que no sufriera más.

Esas enormes aves de rapiña miden a veces más de 3 metros entre las puntas de las alas extendidas y pueden remontarse con una oveja o cabra serrana tan fácilmente como uno se quita el sombrero. Los machos tienen un collarín de plumas blancas rizadas en la parte más alta del cuello, y la cabeza, pelada como la de una tortuga curiosa. Su plumaje negruzco muestra algunas veces rayas blancas; el pico es pequeño y curvo y sus feroces ojos completan la horrible figura. Las hembras son de color algo mas grisáceo, mucho más pequeñas, y no tienen collar.

Hace años las plumas eran bastante solicitadas desde Francia; solíamos arrancar la piel y venderla con las plumas al peletero local por unos $22.

Expuestos ya los precedentes por menores sobre el aspecto y la costumbre del cóndor, proseguiré con la reseña de cómo intentamos acabar con esta plaga. Reuní a todos los hombres que pude y, después de comer frugalmente a medio día, montamos en los caballos y trepamos hasta la altura de mi campo. Elegimos un lugar algo más bajo de la cima, cerca de un escondite alejado, y comenzamos a levantar una tapia de piedra de 6 palmos de altura y 5 metros de diámetro, más o menos, tarea que nos tuvo ocupados varias horas. Entre tanto, había encomendado a una pareja de peones que trajesen unos de los terneros muertos, lo desollaran y lo dejasen en el centro del improvisado corral que no tenía salida. Luego apartamos los caballos a bastante distancia y tres de nosotros nos ocultamos en el sitio prefijado, en tanto que los demás reanudaron sus tareas habituales.

Abrían pasado unas dos horas sin la menor señal de los cóndores, y en todo aquel rato estuvimos sin movernos y hacernos el menor ruido.

Finalmente, percibimos una especie de chasquido por encima de nosotros y vimos descender un cóndor que se poso en lo alto de la tapia. Al poco rato se le unieron otros dos, que se engarbaron a su lado, y unos cinco minutos después el primer cóndor salto sobre el animal muerto y empezó a desgarrar su carne; los otros le imitaron enseguida. Solo oíamos de vez en cuando algún aleteo y el sonido gutural que emiten esas aves cuando están devorando su presa.

Los dejamos zacearse por espacio de tres cuartos de hora, y al irse ocultando el sol nos preparamos para el último acto. Con los rebenques al revés la azotera arrollada en la mano y empuñando el pesado mango, permanecimos agazapados en espera de que yo diese la señal para precipitarnos en el corral.

Un cóndor, sobre todo si ha engullido mucho, necesita amplio espacio para despegar, como un avión antes de elevarse. Al dar la señal, salvamos a la carrera la escasa distancia que nos separaba del corral y saltamos la tapia. Los cóndores se asustaron intentaron volar, pero como no había bastante sitio para ello, no tardamos en aturdirlos dándole golpes en la cabeza, y regresamos a casa donde nos esperaba una cena bien ganada.

Aquel mismo día, mi chasque (mensajero) a quien había enviado a recoger el correo a un pueblito de la ladera, situado a unos 10 km del campo y donde el tendero atendía la estafeta, hablo a este de nuestro sin sabores a causa de los cóndores, y un criollo de bastante edad que estaba en la tienda escucho la conversación. Cuando volvía a casa aquel hombre moreno y enjuto, muy vigoroso y ágil estaba esperándome; se llamaba Gerónimo. Al preguntarle el motivo de su visita, me pidió que le dejara cazar algunos cóndores vivos, pues le habían encargado por un forastero de Buenos Aires. Consentí en ello y le dije que le ayudaría lo mejor que pudiese. Inquirió si teníamos algún caballo viejo destinado al sacrificio, como ocurre a menudo en toda estancia algo grande, bien por la edad o por herida incurable. Prometí entregarle uno al día siguiente, y se retiro para volver por la mañana. Entre dos luces mande a traer el caballo viejo, y Gerónimo lo encontró dispuesto cuando llego.

El cazador de cóndores se lo llevo hacia las cumbres. Allí escogió un sitio favorable, despeno al animal y lo desoyó. A continuación extendió la piel cerca del cuerpo y, con un saco grande de que iba provisto se deslizo a rastras debajo de aquella.

Tuvo que aguardar horas enteras antes de que acudiesen los cóndores. Tendido bajo el cuero sin moverse dejo que las aves se hartaran durante un cuarto de hora o algo mas; después, saco la mano lentamente hasta que tropezó con la pata de una de ellas, la agarro, y, arrojando la piel a un lado abrió con maña la boca del saco, que había mantenido en la mano izquierda, y se lo calo al cóndor hasta abajo. Siguió un furioso forcejeo pues todos los individuos del grupo de las águilas sienten verdadero pánico cuando le sujetan las garras o las patas. Gerónimo, que lo sabía, se aprovecho del desconcierto del avechucho, y en un momento logro tenerlo bien sujeto dentro del saco. Se necesita intrepidez y paciencia para semejante maniobra, pues es fácil salir del trance mal herido si no se agarra bien la pata del cóndor.

Por la tarde Gerónimo salió de nuevo y tuvo igual suerte, con lo que pudo satisfacer aquella misma noche al visitante de su patrón.

Continuamos cazando cóndores unos días más y logramos matar algunos. Aquello termino con la mortandad de los terneros, y hasta el año siguiente no hubo que lamentar daños lamentables a causa de esa plaga voladora.

Pero temo que la narración de nuestros éxitos haga pensar a mis lectores que la caza del cóndor es cosa relativamente fácil. He conocido a un hombre que durante 10 años estuvo subiendo a las colinas en sus vacaciones con el intento de capturar un cóndor muerto o vivo y nunca lo pudo conseguir. Aún nosotros, que vivíamos en aquel terreno y conocíamos sus costumbres quedábamos chasqueados con gran frecuencia.

Se han divulgado muchos relatos a propósito de niños arrebatados por esos pajarracos, pero con toda mi experiencia, nunca he sabido de un solo caso autentico. En primer lugar, el cóndor no se acerca a una distancia de kilómetros de donde habiten personas; naturalmente si un niño se encuentra en las cumbres o en una hondonada solitaria, corriendo desnudo de un lado a otro, es posible que lo ataque un cóndor, pues, a diferencia de sus afines del grupo de buitres, le gusta la carne fresca; por eso acostumbrábamos desollar el cebo cuando queríamos cazarlos; el cuerpo blanco y rojo los atraía, mientras que un animal muerto de tiempo no les llamaba la atención. Se explica pues que ataquen a un pequeñuelo desnudo si este se acerca a sus dominios; pero como los padres no suelen dejar a sus hijos desnudos lejos de su casa, lo que se dice es demasiado fantástico para darle crédito.

Mereces señalarse que se han visto cóndores volando a siete mil metros de altura, aunque solo anidan entre los dos mil y dos mil quinientos metros. En febrero o marzo ponen dos huevos de 7 a 10 cm de longitud, y sus nidos consisten simplemente en varios palitos arrimados; los huevos tardan unas seis semanas en empollar. Las crías del cóndor tienen plumón blanco, y lo conservan durante un año entero, casi hasta terminar su crecimiento. Es prácticamente imposible llegar a sus nidos, no solo por estar a tantos metros de altura, sino también porque el cóndor elige para ello puntos inaccesibles de la ladera. Estas voraces aves son muy airosas en vuelo; al levantarse, después de correr unos 20 metros, emplean las alas, pero, apenas después alcanzan altura, se deslizan sin moverlas, y a veces transcurre así media hora seguida.

Un amigo mío tenía un cóndor manso, muy manso, que solo mostraba interés por quien le diese un trozo de carne fresca. No le gustaba nada seco o guisado; si no le ofrecían alimento fresco, permanecía en su percha todo el día sin moverse. Los criollos vecinos míos solían decir que los cóndores llegaban a vivir lo menos cien años.

Creo haber logrado dar una idea del carácter y las costumbres del pájaro volador más grande del mundo. Para terminar añadiré que, aun cuando es cruel, como todos los individuos de la familia de los buitres, no esta tan envilecido como sus afines. Después de haberlo visto y observado tanto tiempo como yo, hay que reconocer que parece un rey entre las aves, casi majestuoso por su porte; sin embargo, para nosotros constituía un verdadero fastidio, y nos ocasionaba muchos quebraderos de cabeza.


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